Kaelendril

El atardecer comenzó a desvanecerse para dar entrada a la luna llena seguida de esas largas noches de primavera. Al joven elfo le encantaba permanecer sentado en una colina (llamada La Roca de Auriel) no muy lejana al bosque donde se encontraba su tribu. Para él, la transición entre el día y la noche era más que un espectáculo visual de luces de colores, era una sensación que le transmitía paz y serenidad, un acontecimiento que apaciguaba los males de su corazón y le daba aquella calma que sólo podía darse mientras entraba en el estado de meditación junto a sus otros hermanos elfos.
Pero aquel lugar tenía otro significado mucho más profundo para el elfo, allí había hecho una promesa, una promesa de amor junto a su amada. En La Roca de Auriel siempre se reunían ellos dos para unir aún más los lazos de amor que tenían entre uno y otro.

Pero aquel día, ella nunca apareció. El joven elfo nunca sabría el alcance de lo iba a ocurrir a continuación, pues de pronto una flecha, que no había oído silbar en el aire, se le clavó en el hombro. El elfo, sorprendido, no pudo hacer nada ante varias flechas que surcaban por el aire en dirección a su pecho. La sangre salpicó la roca y el elfo cayó al suelo. Con mucho esfuerzo consiguió, a pesar del dolor en el pecho y a la cantidad de sangre que escupía por la boca, apoyar su espalda contra la pared. Sabía que estaba a la merced de su atacante y que moriría allí mismo, pero al menos sabría quien le había atacado a traición. La última imagen que vio, antes de sumirse en una profunda oscuridad, fue una luna teñida en sangre y unos ojos rojos intensos de un encapuchado seguido de un grupo que se le acercaba. Los sueños de aquel elfo terminaron allí, mientras su sangre se deslizaba por entre las rocas.

Y de pronto llegó el caos. Nadie supo que estaba ocurriendo hasta que se dieron cuenta de la magnitud de aquel ataque. Fuego, sangre, muerte y mucha destrucción. Aquellos que no pudieron reaccionar murieron antes de preguntarse cómo había sucedido aquello y los que consiguieron reaccionar a tiempo fueron los únicos que pudieron defenderse a duras penas y los que intentaron evacuar a su gente. Muy pocos lo consiguieron. La sangre salpicaba a los árboles y el fuego consumía las cabañas mientras aquellas figuras encapuchadas (pero, ¿cuántos eran? Habían muchísimos!) avanzaban sin vacilación matando a su paso a los niños, a los hombres y a las mujeres y en contadas ocasiones se llevaban a algunos elfos (daba igual que fuesen niños como adultos). Pronto los miembros de aquella tribu se dieron cuenta de que no podrían salvarse.
Y en medio de aquel horror, se encontraba Kaelendril, horrorizado, sin poder llevarse la mano al pomo de su espada, sin poder moverse, sin poder hacer nada. Veía como aquellas figuras usaban sus espadas con mucha velocidad y las clavaban en los cuerpos de sus hermanos elfos.  De pronto, vio una cosa que le desgarró el alma. Vio, cogidos de la mano, a una elfa correr junto a un elfo muy joven mientras trataban de correr; sin embargo, su huida se vio pronto truncada por una figura que les cortó el paso. La mujer le dijo algo al joven elfo y enseguida la hembra se lanzó sobre el atacante y el elfo corrió adentrándose en el bosque. Kaelendril supo que esos dos elfos eran su madre y él mismo. Tras un forcejeo, el atacante le clavó la espada sobre su madre. Y el Kaelendril que presenciaba la escena gritó.
-¡NO!- y despertó.

Desperté jadeando y completamente sudado. Había soñado otra vez lo mismo y era una cosa que se repetía una y otra vez. Todas las noches siempre el mismo sueño. Daba igual donde me encontrase ya fuera en una cama cómoda o en el suelo junto a un árbol. Siempre aquella fatídica noche y aquella vez mi mente había construido la muerte de mi madre… Unas lágrimas empezaron a caer sobre mi mejilla, unas lágrimas que no podía reprimir y que cada vez eran más fuertes acompañadas de un llanto cada vez más profundo. No sé cuánto tiempo estuve así, pero me pareció una eternidad hasta que finalmente y llevado por una gran furia, golpeé con todas mis fuerzas al árbol que tenía a mi lado. Golpeé con tal violencia que no sabría decir quien de los dos se hizo más daño o bien mi mano o bien el duro tronco del árbol. Sin embargo ni el árbol ni yo hicimos ningún gesto de dolor.

Relajado, me limpié los ojos en un pequeño arroyo que encontré cerca de donde había acampado, después volví a emprender una vez más mi camino. Muchos de vosotros os preguntaréis dónde estaba en ese momento. Y yo os podría responder sin vacilación alguna que me encontraba en algún bosque perdido de las Tierras del Norte. Buscaba a alguien, alguien que conocía, un individuo que desapareció durante demasiado tiempo. Sabía que no lo iba a encontrar tan facilmente, aún así mantenía la esperanza de encontrar alguna pista sobre su paradero en las profundidades de un bosque que cada vez se iba haciendo más oscuro.

Tenía prisa. Me encontraba en una carrera contrarreloj por salvar aquello que me importaba. Ya se había derramado demasiada sangre y reducido a cenizas muchos hogares. Muchas familias habían perecido con el avance de la plaga, muchas familias habían vuelto a la vida bajo apariencias monstruosas, sin consciencia de lo que hacían. Y ahora los albores de una terrible guerra llamaban a las puertas de mi hogar. Pude huír, pero dejé atrás a muchos. Los abandoné a su suerte. Ahora yacerán muertos bajo el barro o en el peor de los casos renacidos, atacando a los que antes eran sus hermanos y amigos. Pude quedarme, pero no lo hice. ¿Tuve miedo? Quizás. ¿Debería estar muerto? También. Entonces, ¿por qué me fui? Para encontrarlo. Y era aquello por lo que mantenía viva la esperanza. La esperanza de revertir una situación que no auguraba buenos presagios.

No podía perder más tiempo.

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